La temida adolescencia
Nos referimos a un periodo de la vida que si bien, hace unos años se circunscribía a los comprendidos entre 14 y 17 años, ahora se ha ampliado el rango, encontrando un inicio a la adolescencia un poco antes, y que se extiende hasta más allá de los 20 años.
La adolescencia es una etapa increíble. Ocurren muchas cosas. A menudo cuando hablo de esto en las escuelas de padres y madres, les introduzco el tema llevándoles a pensar en su propia adolescencia, y les animo a que le pongan un color. Ese color nos referirá el recuerdo de cómo la vivimos. Siempre hay variedad, desde los tonos oscuros, los grises, los tonos fuertes como el rojo, los suaves, etc… ¿Qué color le podrías a la tuya?
La importancia de reflexionar sobre nuestra propia adolescencia está en que, por un lado, nos ayuda a recordar cómo fue y comprender mejor una parte del adolescente de hoy. Me refiero a lo que es común a los adolescentes de todas las épocas, ya que hay aspectos diferenciadores donde pasar el filtro de nuestra propia adolescencia puede limitar nuestra comprensión del adolescente actual. Por otro lado, esa revisión de nuestra adolescencia nos puede ayudar a entendernos a nosotros mismos, porque es una etapa clave en el desarrollo de la persona. Allí ocurren muchas cosas, recibimos influencias que perdurarán para siempre. Un estudio reciente demostraba que la adolescencia es la etapa de mayor plasticidad del cerebro, es decir, con mayor capacidad de adaptación, de absorción de ideas, de ser moldeado, aún más que en edades anteriores.
La adolescencia comprende unos años locos, de exploración, de búsqueda de libertad, de desarrollo de autonomía y de criterio propio. Hay mucha energía, que bien orientada tiene un gran valor. Al mismo tiempo, es un periodo de gran inestabilidad, de confusión, de inseguridad, etapa de miedos, de complejos, de búsqueda constante de aceptación y de identidad, de conflictos con el mundo, con la familia, con el profesorado, pero sobre todo, con uno mismo.
El joven o la joven, sigue necesitado de un buen vínculo afectivo del entorno familiar, que complementa con sus amigos, quienes cobran una relevancia especial. Quiere compañía y al mismo tiempo, reivindica su propio espacio. Teme la soledad, pero se encierra en su cuarto. Claro que normalmente sigue “virtualmente” acompañado. A pesar del avance tecnológico y la posibilidad de estar acompañados todo el día, la soledad sigue siendo una de las quejas más frecuentes en los adolescentes. Tanto en el que no tiene amigos, como el que está rodeado, pero que nota que es por interés, sin llegar a desarrollar relaciones profundas, de calidad.
La cara más oscura
Las tasas de suicidio en estas edades son altas, más aún los intentos que no llegan a su fin, y mucho más el número de adolescentes con ideas de suicidio.
A día de hoy encontramos una profunda insatisfacción en los adolescentes. Chicos y chicas que han tenido casi todo lo que han querido, que ya nada les llena, y expresan ese malestar en términos de vacío. Para anestesiar ese sufrimiento, se enganchan rápidamente a conductas que han proliferado mucho, como son los trastornos alimentarios, las autolesiones y el consumo de marihuana, siendo éstas de las más frecuentes. En esas prácticas se mezclan varios fines. El primero es el efecto calmante, para bajar los niveles de angustia. Ese es el testimonio de muchas adolescentes que calman su ansiedad, su poca tolerancia a la frustración y su sensación de vacío con la comida, o con los cortes en brazos o piernas. Métodos que, todo hay que decirlo, son tremendamente eficaces en términos de alivio radical, pero que terminan convirtiéndose en mecanismos adictivos que destruyen y atan a la persona. El segundo es el efecto placer. Aunque parezca increíble, en algún momento han sentido placer no solo comiendo hasta hartarse, sino vomitando a continuación. Las autolesiones producen un placer, mezclándose con las sensaciones de dolor, y produciendo la liberación de alguna de las sustancias llamadas “hormonas de la felicidad”. En tercer lugar, también se puede ver un componente punitivo, es decir, que dichas conductas se apliquen como un efecto de autocastigo. Ante la culpabilidad que sienten por no lograr tener la vida que quieren, por sentirse responsables de los problemas familiares, por el fracaso con los estudios, la frustración en las relaciones personales, o por la visión negativa y rechazo hacia el propio cuerpo, no queda otro que castigarlo, tratarlo mal para pagar por lo que uno ha hecho.
Así de complejas son esas conductas tan típicas en el adolescente. Y en el fondo, las viven con mucha soledad. Se sienten solos e incomprendidos.
Lina es una chica que no tiene amigos, ha estado con algún grupo, pero se siente que no encaja y finalmente termina sola. Llora cada día, y se pregunta por qué no puede ser como las demás. Quiere salir, divertirse, pero no tiene con quien. Dice que su vida así no tiene sentido y le desmotiva para estudiar. Además, esa frustración y soledad que siente la amarga de tal manera que adopta una postura tirana con sus padres. Siempre quejándose, contestando mal y con exigencias caprichosas. Se siente y está sola. Vive un fracaso en esta dimensión social que es tan importante en general y sobre todo en estas edades.
Iván, de 17 años, ha abandonado los estudios, ni le gustaban ni se le daban muy bien. Pasa todo el día metido en casa, en su habitación, jugando en el ordenador. Ya no queda con sus amigos de siempre. Como él dice, su vida social se reduce a la relación que mantiene con los compañeros de juego, con los que interactúa en las largas partidas de 10 y 12 horas. No ve futuro, ni quiere pensar en ello. Le produce angustia hablar de qué va a ser de su vida. Se refugia en el juego, con el que disfruta y al mismo tiempo se anestesia del miedo y sufrimiento que le produce ver la improductividad de su vida y la incertidumbre de su futuro.
Era una tarde de primavera, Carmen de 16 años y Noa de 14, se juntaron en casa de Carmen como hacían todas las tardes para fumarse unos porros. Ese día Noa sugirió a Carmen que no valía la pena seguir viviendo y le preguntó qué tal si desaparecían juntas. Carmen de entrada, cargada con sus frustraciones, le pareció buena idea, así que comenzó el proceso. Después de fumar un buen rato, Noa fue a coger las pastillas que tomaba su madre y empezaron a tomar unas cuantas, luego vinieron los cortes. Ya había bastante sangre y se encontraban colocadas. Iban a tomar un nuevo bote de pastillas, que hubiese sido el definitivo para quitarse la vida, cuando Carmen dijo, que no quería morirse. Salió rápido de la habitación y llamó a su padre. Este vino pronto, llamaron a la ambulancia y fueron ingresadas. Varios días en el hospital, con la atención médica, psiquiátrica y psicológica, intervención de una trabajadora social y comunicación con el servicio de menores. Tras unos días, Carmen menciona estar arrepentida y que quiere volver a casa. Así se hace, quedando la supervisión en manos de los servicios sociales de la zona. Noa sigue diciendo que quiso matarse, que no se arrepiente y que quiere morirse. Se siente sola, no querida por sus padres, abandonada y sin ninguna ilusión para vivir.
Os cuento esto de primera mano, ya que yo estuve presente en la intervención con estas menores. Más y más soledad. Soledad “de cariño”, soledad “de presencia”, soledad “de quien les vea y les haga sentir alguien”.
Quizá son casos extremos, pero están ahí y ocurren más de lo que nos gustaría. Otros han intentado desaparecer sin que lo sepamos y otros muchos no lo intentan, pero lo piensan y viven refugiados en diferentes adicciones para anestesiar ese sentimiento profundo de soledad, de “sentirse nadie”.
El poder del Evangelio
¡Qué importancia cobra el Evangelio para todo ser humano, con un mensaje que trae identidad a la persona, que le da un sentido para vivir, un sentimiento de pertenencia, un ser alguien y un acompañamiento constante!
Lo primero que necesita el adolescente en su soledad más profunda es un encuentro con Cristo. Conocer a Jesús, sentir la mirada de Dios sobre uno mismo, una mirada de amor, de aceptación, de presencia. Por eso, desde una perspectiva pastoral y paternal, esta ha de ser una prioridad. Aunque hay que educar y animarles a que tengan una buena conducta, lo principal es que tengan una relación con Dios y que de eso se derive el cambio. Cuando pasamos años enseñando a los hijos que vivan cristianamente sin conocer a Cristo, vemos que muchos terminan apartándose del Evangelio y otros funcionan como “buenos religiosos”. Ambas cosas son muy tristes. Cuando entienden el Evangelio y toman una decisión firme por seguir a Cristo, están en las mejores condiciones de “vivir cristianamente”, porque lo harán con la motivación adecuada y en el poder del Espíritu Santo. Además, en esa presencia de Dios en ellos mismos, ahuyentarán la soledad no deseada, la que produce angustia y desesperanza.
Maurice Wagner en su libro titulado “Sensación de ser alguien” nos planteaba la necesidad de cubrir tres necesidades ligadas a la identidad de la persona: Sentirse querido, sentirse digno y sentirse capaz.
Cuando escuchamos expresiones como: “No me quieren”, “no me tienen en cuenta para nada”, “no significo nada para ellos”, “no he sido deseado”, “me rechazan”, “quieren cambiarme”, la necesidad que no está siendo satisfecha es la de sentirse aceptado y amado.
Expresiones como: “soy malo”, “tengo mal corazón”, “da igual que lo haga bien o mal”, “por lo que he hecho no merezco ni que me miren a la cara”, “tendré que reconocer delante de todos lo que he hecho”, “ni Dios me va a querer como sea así”, atentan contra la necesidad de sentirse digno.
Cuando escuchamos: “no pertenezco a ningún grupo”, “no merezco estar aquí”, “no sé hacer nada”, “lo hago peor que todos”, “no soy capaz”, la necesidad que no está siendo satisfecha es la de sentirse idóneo o capaz.
Como dice el autor mencionado, la reacción de uno que no se siente querido suele ser hostilidad, hacia fuera o hacia uno mismo. La reacción cuando uno no se siente digno es la constante culpabilidad, y la reacción cuando uno no se siente capaz es el temor.
Wagner nos lleva a considerar cómo la relación con Dios puede darnos la identidad que necesitamos y la satisfacción de todas esas necesidades. Aceptados en la relación con el Padre, dignos gracias a la obra de Cristo, que murió y pagó por nuestros pecados para liberarnos del castigo que merecíamos siendo culpables y la relación con el Espíritu Santo que nos capacita y nos da el valor necesario.
Prevenir de males mayores
Un hogar con un ambiente sano, de relaciones de confianza y con un buen tono afectivo, es uno de los mecanismos más potentes para prevenir de la soledad y de sus consecuencias. Vale la pena invertir lo máximo posible en ello.
Pero sin duda, las mejores pautas que sirven para sanar las relaciones y para prevenir de muchos males, las encontramos en la propia Palabra de Dios. Ésta nos da indicaciones para la educación de nuestros hijos invitándonos a disciplinarles y enseñarles para su propio bien. Recordemos algunos principios bíblicos, útiles para todos los tiempos y eficaces para que nuestros hijos crezcan de una manera sana y equilibrada.
Colosenses 3.21 “Padres, no exasperéis a vuestros hijos, para que no se desalienten.”
- “Padres”
El término “padres” en el versículo anterior (“obedecer a vuestros padres” 3.20) se refiere a ambos: padre y madre; pero aquí solo a padre (género masculino), aunque a veces se encuentra que se usa para ambos. En esta ocasión, el que se usen dos palabras distintas tan seguidas en un mismo texto, para decir lo mismo, es raro. Así que parece que hay un énfasis en el “rol masculino”. El padre tiene una importante función en la educación, no debe escaquearse. Se podría deducir que este mandamiento va más hacia el hombre por ser el que se altera antes, el que tiene menos paciencia en términos generales. Pero esto es solo una hipótesis.
- “Exasperar” significa agitar, provocar, como se traduce en Efesios 6.4
Como los hijos se rebelan ante la autoridad de los padres, tendemos a perder el control, y ello hace que muchas veces, la reacción sea de provocación hacia ellos.
Muchas personas tienen grabados momentos en los que sus padres les han dicho algo que les hizo daño, que fue una falta de respeto, una pérdida de control o una provocación. Son heridas que curar. En ocasiones se les provoca con burla, con ironía o sarcasmo, con una insistencia machacona, con gritos… Y el resultado es desaliento en vez de aliento para el cambio. Se lleva a una escalada en la que, si se pudiera grabar la escena, veríamos como dos personas infantiles o inmaduras, están interactuando. El niño se enfada, la mamá o el papá le hace burla, el niño se enfada más y grita, el padre o madre le grita más, el niño o niña puede llegar a pegarles, a dar golpes, a romper cosas, y los padres reaccionan gritándole más o dándole airadamente unos cachetes. Esto se complica mucho en la etapa adolescente.
- “Que no se desalienten”
Este es el objetivo: animarles. Pero se desaniman y por tanto no se genera el cambio al no respetarles. Incrementa su sentimiento de incomprensión y soledad. En especial, en la adolescencia, que tienen tantos altos y bajos, no es difícil desanimarles, y que hagan un drama de cualquier cosa.
El pasaje paralelo en Efesios 6.4 nos enriquece las orientaciones.
“Y vosotros, padres, no provoquéis a ira a vuestros hijos, sino criadlos en disciplina y amonestación del Señor.”
- “Criadlos en amonestación”
Se refiere a enseñanza en palabras, para ayudar a corregir. No es recomendable amontonar palabras. No es verdad que cuanto más se repita, más probabilidad de que obedezcan. Más bien al revés, a no ser que tengan problemas de atención. Una de las mayores quejas de los adolescentes es que los padres les “rayamos”.
Recordemos que la amonestación dice “del Señor”, dándonos a entender que el peso principal lo da la propia Palabra y no tanto a lo que a mí me parece.
“Criadlos en disciplina”
Se refiere a enseñar y corregir por medio de conductas que ayuden a la reflexión sobre lo cometido, y a asumir las consecuencias de los actos.
Una sana disciplina implicará, entre otras cosas lo siguiente:
Coherencia. En muchas ocasiones no encaja el castigo con el mal que hizo el niño. Hay castigos desproporcionados y que además va a ser muy difícil cumplir con ello: “ahora estarás un mes sin ver la tele”. Creo que es muy complicado cumplirlo. En algún momento vamos a ceder y perderá efecto la intervención. “Quédate ahí sentado toda la mañana”, creo que es un castigo que ni los adultos podríamos asumir a no ser que estemos enfermos. En fin, que hay que tener coherencia en el castigo. Para los adolescentes que están observando nuestra conducta constantemente, es clave la coherencia personal. Disciplinamos desde el ejemplo.
Constancia. En mi experiencia, observando y analizando las intervenciones de los padres, me encuentro que gran parte de la ineficacia de los castigos, está en la falta de constancia. A veces se ha decidido un castigo que está bien pensado y que va a funcionar, pero no se deja el tiempo suficiente como para ver sus buenos efectos. Normalmente, cuando diseño un plan de intervención con los padres, les pido que lo apliquen una o dos semanas seguidas para poder hacer una evaluación adecuada. Pero la verdad es que queremos que ya tenga efecto al día siguiente, tendemos a pensar que entonces no vale y desistimos o ya no lo aplicamos de la misma manera.
Cariño. Se presupone que los padres aman a sus hijos, aunque desgraciadamente nos encontremos con excepciones. Es un reto actuar con amor, con demostración de cariño cuando se está enfadado, cuando nos han sacado de quicio, cuando parece que no hay manera. Es muy importante que entendamos que las medidas de disciplina y los castigos que apliquemos a los niños, son parte de nuestra demostración de amor hacia ellos. Aunque de entrada no lo perciban así, a la larga es lo más beneficioso para ellos y lo entenderán. Nunca deberíamos relacionar nuestro amor con el hecho de que se porten bien o mal. El cariño lo necesitan siempre y nosotros les queremos por lo que son, se porten como se porten.
Es habitual encontrar a adolescentes que parece que rechazan el cariño y aunque no hay que forzarles, es bueno saber que en el fondo, siguen teniendo necesidad de ese contacto físico, de esa presencia, de ese mostrar interés por sus cosas y de hacerles sentir importantes para nosotros.
- Que sea “En el Señor”
Esto quiere decir que la disciplina que se aplica, se hace teniendo en cuenta que Dios está presente, temiéndole a Él. Se busca honrar a Dios a través de la educación del hijo. Las medidas, las palabras y las actitudes deberían ajustarse a lo que Dios dice. Eso excluye la ira, el griterío, la burla, el desprecio, etc.
Todo esto requiere madurez en los padres y un buen autocontrol. Ese control de uno mismo, es un reflejo de vivir la Nueva Vida en Cristo y del dominio del Espíritu Santo, como nos muestra el contexto de los pasajes de Colosenses y de Efesios mencionados. Necesitamos de la ayuda de Dios para semejante desafío.
Estoy seguro que teniendo estas consideraciones presentes, podemos ser de gran ayuda para prevenir esa soledad en el niño y en el adolescente. Pero en última instancia, aun haciendo bien nuestro trabajo, la clave está en que conozcan al Señor personalmente y experimenten la presencia constante y plena de Dios en sus vidas.
Fuente: https://edificacioncristiana.com/la-soledad-del-adolescente/